Nació
en Ponce, Puerto Rico, donde residió hasta los veinte años. De su pueblo natal
recuerda con nostalgia los primeros años de vida, hasta los nueve, en la finca
de sus abuelos maternos. Allí esperaba con entusiasmo los títulos de literatura
infantil que traía, cada dos o tres semanas, la Biblioteca Rodante, como se le
conocía a un estupendo programa que acercaba la lectura recreativa a los
residentes de los campos.
Ya adolescente y radicada en la zona urbana, viajaba con frecuencia a mundos desconocidos y vivía otras vidas que recreaba a través de la lectura, sentada en un sillón de hierro del elevado balcón de mi hogar en una de las calles de la ciudad, desde donde, como en un palco de teatro, también disfrutaba de ver la vida transcurrir.
Ya adolescente y radicada en la zona urbana, viajaba con frecuencia a mundos desconocidos y vivía otras vidas que recreaba a través de la lectura, sentada en un sillón de hierro del elevado balcón de mi hogar en una de las calles de la ciudad, desde donde, como en un palco de teatro, también disfrutaba de ver la vida transcurrir.
En
la Pontificia Universidad Católica de Ponce, donde ingresé a los dieciséis años
para cursar un bachillerato en educación con concentraciones en español e
historial general, buscaba un banco bajo un frondoso árbol o cruzaba la avenida
Las Américas hasta los jardines del Museo de Arte para leer, admirar la
naturaleza y observar a los transeúntes.
No
ha olvidado a una joven profesora de un curso especial de humanidades que tomó
en noveno grado, quien al leer un cuento inspirado en la cultura incaica que
escribió para su clase, tal vez en un acto de generosidad, le auguró un exitoso
camino en las letras. Sin embargo, los rumbos que marcaron su vida personal y
laboral, los estudios de la maestría en Estudios Hispánicos y del grado de
Doctor en Filosofía con especialidad en Lingüística que cursó, poco a poco, en
la Universidad de Puerto Rico, recinto de Río Piedras; los años dedicados a la
investigación lingüística, algunos de cuyos resultados fueron presentados en
congresos y aparecen publicados en revistas profesionales, además de los
deberes que conlleva la docencia universitaria, mantuvieron cubriéndose de
polvo en armarios y gavetas los borradores de los cuentos y poemas que
esporádicamente producía.
De
todos modos, no se atrevía a mostrarlos y algunos terminaron en el zafacón
(cesto de basura), hasta que hace varios años comenzó a revisar los que
quedaban y a producir historias nuevas. Un excolega suyo descubrió de manera
incidental sus relatos, se interesó en leerlos y le ha animado para que los
publique.
El
estímulo, el recuerdo de las motivadoras palabras de la querida maestra,
admirada escritora puertorriqueña, a quien sentía estar defraudando, aunque es
probable que haya olvidado sus inspiradoras palabras pronunciadas ante aquella
tímida muchachita de catorce años, y su deseo de profundizar en una afición
que quisiera haber cultivado con mayor asiduidad, le han infundido ánimo para
que, a los sesenta y cinco años, comience a compartir sus relatos con el
público lector.
Comentarios
Publicar un comentario